Los toros y el Perú, por Mario Vargas Llosa: comentario a una apología taurina
Sumilla: La propuesta ciudadana de prohibir las corridas de toros y peleas de gallos debe ser debatida con altura y respeto por todos los interesados, y sin fanatismos ni estigmatizaciones.
A fines de febrero de 2020, el Tribunal Constitucional dictó sentencia sobre la acción de inconstitucionalidad presentada por una fracción de la ciudadanía contra la disposición complementaria final de la Ley 30407, que exceptuó de sus alcances a «las corridas de toros, peleas de gallos y demás espectáculos declarados de carácter cultural», que permitía así la continuación de ambos espectáculos basados en una inocultable indiferencia ante el sufrimiento y muerte de animales inocentes.
La Ley 30407 – Ley de protección y bienestar animal, quizá convenga recordar, fue promulgada a inicios del 2006 con la finalidad esencial de «impedir al maltrato, la crueldad, causados directa o indirectamente por el ser humano, que les ocasiona sufrimiento innecesario, lesión o muerte» y de «fomentar el respeto a la vida y el bienestar de los animales a través de la educación». La dimensión humanista y ética de esta ley, que ninguna persona civilizada podría calificar como «fanática», salta a la vista.
Al dictar sentencia el Tribunal Constitucional, solo tres magistrados se pronunciaron por declarar la inconstitucionalidad de la norma impugnada, mientras cuatro de ellos se pronunciaron en contra. Consecuentemente, la demanda de inconstitucionalidad fue declarada infundada. Y si bien este resultado no significa que las corridas de toros fueron declaradas constitucionales, los aficionados taurinos lo interpretaron como una gran victoria de la tradición, la cultura y la historia del Perú.
Entre aquellos aficionados taurinos destaca, de lejos, don Mario Vargas Llosa, nuestro Premio Nobel en literatura, quien publicó el primero de marzo de este año, en «El País» y en «La República» (ver aquí), un artículo titulado «Los toros y el Perú» que todos debemos leer detenidamente, ya que constituye una extraordinaria apología a las corridas de toros, no solo por estar superbamente bien escrita sino también por su riquísimo contenido filosófico.
Los toros y el Perú
Vargas Llosa empieza su artículo elogiando a los magistrados del Tribunal Constitucional por haber votado en contra de declarar la inconstitucionalidad de una norma que hubiese prohibido las corridas de toros y calificando de «fanáticos» a aquellos que intentan «poner fin a un espectáculo que forma parte esencial de la cultura peruana». Más aún, califica de «viveza criolla típicamente deshonesta» la actitud de estos «animalistas» por haber intentado «identificar las corridas de toros y la peleas de gallos como dos manifestaciones de la crueldad contra los animales». Y si bien reconoce la «violencia manifiesta» de las peleas de gallos, prohibirlas implicaría, según señala, «un paso demasiado largo para mi espíritu democrático y liberal». Y concluye esta primera parte de su artículo sentenciando que «nadie está obligado a asistir, ni a llevar a su familia, a una corrida de toros o a una gallera».
Las credenciales democráticas de Vargas Llosa no están, naturalmente, en discusión. Pero uno no puede dejar de preguntarse cómo un «espíritu democrático y liberal», en lugar de aceptar respetuosamente que haya personas que tengan una opinión simplemente distinta a la suya, se arrogue el derecho de juzgarlas y condenarlas llamándolas «fanáticas» y «deshonestas». ¿Por qué serían «fanáticos» y «deshonestos» solo aquellos que defienden a los animales y buscan que se prohiba las corridas de toros y las peleas de gallos, y no también aquellos que promueven espectáculos basados en una insoslayable crueldad hacia los animales? Sostener que solo los primeros lo son y no los segundos, ¿no equivale a arrogarse el monopolio de la verdad?
La cultura peruana, qué duda cabe, es una fusión de por lo menos dos vertientes, la española y la prehispánica. Pero, ¿es razonable sostener que un espectáculo traído por los conquistadores españoles a nuestras latitudes, donde no existía nada que se le pareciere, «forma parte esencial de la cultura peruana»? El encuentro de ambas vertientes, por ponerlo de alguna manera, no fue ni pacífico ni respetuoso ni recíproco. Los españoles simplemente impusieron sus patrones culturales hasta donde pudieron, y los indígenas no tuvieron más remedio que aceptarlos, si bien impregnándolos con algunos rasgos de su propia cultura. Hay otras manifestaciones culturales, como la literatura, la música, la danza, la poesía, la gastronomía, la hospitalidad, la generosidad, el humor, entre otras, que tienen mayores títulos para merecer consideradas como «parte esencial de la cultura peruana» en lugar de un espectáculo basado en la destrucción a fuego lento de un ser animado.
Vargas Llosa admite desde un inicio que nunca le interesó las peleas de gallos, «por su violencia manifiesta» y quizás también porque «no forman parte de las bellas artes». Pero lo interesante es que las define como «un deporte violento, en el que los seres humanos no participan directamente».Y esto es realmente innovador, puesto que, por definición, un deporte es una actividad típicamente humana, una «actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas» o «recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico, por lo común al aire libre», según la Real Academia Española. Más aún, un deporte es una actividad que implica necesariamente una voluntad libre, que no tienen los gallos que se despedazan para el deleite de sus espectadores humanos ni, por cierto, el toro.
Pero quizá más interesante aún es la comparación que Vargas Llosa nos ofrece cuando escribe que un coso taurino «es un escenario muy parecido a una sala de conciertos, o al tablado de un ballet, y en última instancia, al rincón donde los poetas escriben sus poemas o al taller donde los escultores y pintores fraguan sus creaciones». Una sala de conciertos o un escenario de ballet son lugares donde los espectadores pueden apreciar y gozar la magia de la creación humana, ya sea como música o como cuerpos humanos moviéndose en perfecta armonía, es decir la vida recreándose a sí misma. Pero en un coso taurino, lo que invariablemente vemos es a un pobre animal que se ve obligado a defenderse mientras se desangra por dentro hasta sucumbir exhausto ante el delirio de los espectadores.
Y sin embargo, Vargas Llosa, como una mayoría abrumadora de taurinos, no ve esa realidad, la realidad del sufrimiento inútil e innecesario del toro, cuyo único alivio termina siendo la muerte misma. Nuestro Nobel ve otra muy distinta, y nos la describe con su inigualable pluma, cuando nos habla de «aquellos momentos prodigiosos que suelen suceder en las plazas de toros, cuando, de un modo misterioso, el toro y el torero alcanzan una complicidad inexplicable, como si el diestro y el animal hubieran establecido un pacto de honor para rozar la muerte sin hollarla, mostrar la vida en todo su extraordinario esplendor y recordarnos al mismo tiempo su fugacidad, esa paradoja en la que vivimos, como el torero nos muestra en una buena faena, que lo hermosa que es la vida depende en gran parte de su precariedad, de ese pequeño tránsito en que ella puede desaparecer tragada por la muerte. Por eso, ningún otro espectáculo como la fiesta representa con más belleza y agonía que los toros la condición humana».
La pregunta que se viene a la mente es si puede existir algún tipo de complicidad entre el torero y el toro, por inexplicable que sea como parece creerlo Vargas Llosa. Complicidad solo puede haber entre dos voluntades libres e inteligentes, dotados de códigos similares y capaces de comunicarse y entenderse con solo mirarse. ¿Puede eso suceder entre un ser humano que está tratando de alcanzar la gloria a costa del sufrimiento y eventual muerte de un animal inocente, y un toro que está luchando inútilmente por su vida, que se le escapa con cada gota de sangre que expide su cuerpo maltratado? Más aún, ¿puede haber «un pacto de honor para rozar la muerte sin hollarla» entre un torero lleno de vida que quizá sí pueda rozar la muerte sin hollarla, dependiendo de su destreza, y un toro ya moribundo?
A diferencia de la sala de conciertos o del tablado de ballet, en que la belleza de la vida se presenta en toda su fugacidad, toda vez que cada nota o cada movimiento son únicos e irrepetibles, y una vez ejecutados o hechos desaparecen, a sabiendas que una nueva recreación será también única y siempre distinta, ¿por qué en una corrida el toro tiene sufrir y morir para que el torero haga gala de su manejo del capote y la verónica, movimientos también únicos? ¿Por qué una corrida de toros es «una fiesta coja y manca» porque el toro no muere? ¿No será porque el torero sabe muy bien – o por lo menos intuye – que no es lo mismo torear a un animal que se está desangrando que torear a otro que conserva toda su energía?
Vargas Llosa termina su artículo cual faena taurina, con una estocada maestra, revelando la causa profunda que existe detrás de «la campaña contra la fiesta de los toros», «detrás de la prohibición de las corridas» hay, para nuestro Nobel, «algo mucho más grave y siniestro que aquella compasión por los animales que es el pretexto que utilizan los antitaurinos para combatir las corridas». Según él, es «la falta de respeto para no decir el desprecio por la libertad, la misma cerrazón mental que llevó a los inquisidores a prohibir las novelas durante tres siglos coloniales en América Hispana con el pretexto de no llenar la cabeza de los indígenas con patrañas, el origen de todas las censuras que persiguen domesticar el pensamiento y la libre elección de los ciudadanos». Y finalmente el descabello: «el fallo de los jueces del Tribunal Constitucional del Perú hay que celebrarlo no como un episodio local, sino una victoria de la democracia y de la libertad contra sus tradicionales enemigos».
Es curioso cómo Vargas Llosa, al mismo tiempo que sale magistralmente en defensa de la libertad, priva de la misma libertad a todos aquellos que no opinan como él, y cae en la misma trampa que cree haber descubierto detrás de la «campaña contra la fiesta de los toros»: con su artículo no hace otra cosa que intentar «domesticar el pensamiento y la libre elección de los ciudadanos» al decirnos que estar en contra de las corridas de toros equivale a estar en contra de la libertad de pensamiento, que si no pensamos como él – y como todos sus seguidores – estamos en contra de la libertad. Nada más falaz. Quien reivindica realmente la libertad de pensamiento debe estar siempre dispuesto no solo a escuchar a quienes piensan distinto sino también a fomentar el pensamiento crítico. Por otro lado, Vargas Llosa parece ignorar la esencia misma del derecho, como estructura normativa de una sociedad civilizada: autorizar conductas que la sociedad estima beneficiosas y proscribir aquellas que la misma sociedad estima perniciosas.
Comentario final
Se ha dicho con cierta insistencia que las corridas de toros y las peleas de gallos forman parte de la cultura y la tradición del Perú, y eso es indudablemente cierto. Pero el tema de fondo es si resulta conveniente mantener determinadas conductas y actividades que fueron consideradas como beneficiosas al inicio, pero que quizá hoy en día no lo sean tanto y se piense diferente. Esto es algo que debe ser debatido con altura y respeto por todos los interesados, dejando de lado los fanatismos que existen en todas las tiendas. La indiferencia ante el sufrimiento inútil e innecesario de un animal inocente que se desangra ante nuestros ojos hasta morir no puede ser considerada, en una sociedad civilizada, como una experiencia que contribuya a la edificación moral, ética y espiritual de nuestra ciudadanía.